El anillo de Giges: sombra de la corrupción

La corrupción política es uno de los peores lastres para el desarrollo de los pueblos

La corrupción política es uno de los peores lastres para el desarrollo de los pueblos, habida cuenta de que la infracción de normas, el incumplimiento de deberes o el desvío de recursos públicos reduce las capacidades de los gobiernos para responder a las crecientes demandas sociales. Por cierto, la palabra “corrupción” se encuentra entre las de mayor uso en los discursos de los nuevos gobernantes, quienes con optimismo declaran abrir frentes de batalla para desterrarla y cambiar la percepción y valoración social sobre el tema.

La tipología de la corrupción es muy variada; comprende diferentes campos. Se manifiesta en el ejercicio del gobierno -como se expone en el párrafo anterior-, pero también en la gestión privada, en la vida familiar, en las escuelas o en las redes de amigos. “Del otro lado de la puerta un hombre deja caer su corrupción”, decía Jorge Luis Borges en su poema “La prueba”. Está en todos lados y acompaña al poder como la sombra al cuerpo, según el politólogo Arnold Heidenheimer.

De acuerdo con la clasificación ya clásica de Heidenheimer, se distinguen tres tipos de corrupción: blanca, gris y negra. Corrupción blanca es la consentida o admitida por la sociedad; corrupción gris es la que unos consienten y otros rechazan; corrupción negra es la que todos rechazan. Como puede verse, es difícil encasillar un caso de corrupción en un tipo y momento determinados.

A partir de esta categorización, revisemos algunos ejemplos: las recomendaciones de personas sería un caso de corrupción blanca, porque es consentida por la sociedad y una práctica que a nadie le resulta ajena. No obstante, cuando se recomienda a personas a fin de que ocupen ciertos empleos para los que no están preparadas se transita del blanco al gris, pues además del rechazo se pone en riesgo el cumplimiento efectivo de deberes. Otro ejemplo de corrupción gris ocurre cuando muchos funcionarios ocupan a trabajadores al servicio del Estado para labores privadas.

De corrupción negra abundan los ejemplos. Encontramos, por citar solo dos, la coacción con abuso de poder y la práctica común de solicitar o recibir ilícitamente dinero o cualquier beneficio a cambio de hacer o dejar de hacer un acto relacionado con su cargo.

En cualquiera de sus formas, aun siendo la mayoría de las personas en principio honestas, es difícil resistir la tentación cuando el tentado ve ante sí un horizonte claro de impunidad. Leyó bien: impunidad. Después de todo es la impunidad la que perpetúa la corrupción.

Lo voy a ejemplificar con la leyenda del anillo de Giges, relatada por Platón en el “Diálogo de la República”.

Giges era un pastor que estaba al servicio del rey de Lidia y un día vivió una tempestad y un terremoto en el lugar donde pastaba su rebaño. La tierra se agrietó y él, asombrado, descendió en la grieta y entre otras maravillas encontró un caballo de bronce con pequeñas aberturas. En el interior del mismo, había un cadáver de un hombre de gran tamaño que no llevaba sobre sí más que un anillo de oro en un dedo. Giges tomó el anillo y se fue.

Pronto, al jugar con el anillo, se dio cuenta de que al colocárselo vuelto hacia la palma de la mano se volvía invisible, y al regresarlo a su lugar dejaba de estar oculto a los demás. Lleno de asombro, aprovechando esta mágica propiedad, logró que lo nombraran el pastor responsable de rendir cuentas al rey, pero urdió un siniestro plan: usando el privilegio de su anillo fue al palacio, sedujo a la reina, mató al rey y se apoderó del trono, convirtiéndose en rey, pero un rey tirano.

¿Se da usted cuenta de que Giges pudo haber utilizado el anillo para descubrir, por ejemplo, a los criminales y hacer una sociedad más justa, pero decidió que era más interesante medrar adquiriendo riqueza y dominio?

Así como Giges, muchos políticos se hacen invisibles al pueblo, ocultando su verdadera naturaleza para engañar y hacerse del poder.

En realidad, el actuar sin temor a ser descubiertos, sintiéndose impunes, es lo que hace a muchos proceder en su propio beneficio. Se trata de un profundo problema de ética.

Por ello, además de combatir la impunidad, pienso que son la educación, la formación en valores desde la primera infancia y el acceso a una vida digna las condiciones para que, con el paso de los años, el relevo generacional empiece a purgar nuestros males. A ellos, a nuestros hijos, no hay que darles anillo alguno, sino la oportunidad de una conciencia moralmente limpia.