El retrato de Dorian grey o de cómo llegué a leer mi primera novela

Pero el asunto es que, 3 años después, no estaba para tolerar que esa escuela, una vez más saboteara el ímpetu, y ese nuevo ímpetu era matricularme en la Federal 1, a donde mis amigos de la primaria irían a estudiar.

La verdad es que lo que menos quería era estudiar en una escuela que prácticamente estaba al lado de mi casa, pues imposibilitaba a cabalidad lo que mis primos me habían contado acerca de estudiar la secundaria: irme de pinta con los cuates a las maquinitas. Y claro, mis cuates estarían en la escuela que yo deseaba estar, a unos pasos del legendario "Chispas". La otra razón por la que yo no quería estudiar en esa escuela se debía a que, años atrás, ese terreno en el cual mis amigos de la cuadra y yo solíamos jugar a "la guerrita" todos los veranos, lo comenzaron a cercar y empezamos a ver cómo poco a poco ese lugar de nuestra infancia empezaba a tener cimientos que después fueron salones de clases. Esa escuela me había robado, cuando apenas tenía 9 años, una de mis diversiones favoritas de las vacaciones de verano y yo la odiaba con todo el odio que puede albergar un chamaco de esa edad, un odio que se apaciguó un 6 de enero cuando por fin tuvimos –mi hermano y yo– nuestra primera consola de video juegos: un Atari.

         Pero el asunto es que, 3 años después, no estaba para tolerar que esa escuela, una vez más saboteara el ímpetu, y ese nuevo ímpetu era matricularme en la Federal 1, a donde mis amigos de la primaria irían a estudiar.

         Le argumenté a mi mamá que los salones de la nueva escuela ni siquiera estaban terminados y que el techo era de lámina, a lo que ella siempre respondía: el que quiere estudiar hasta debajo de un árbol. ¡Mi querida mamá! Ir con mi padre tampoco dio resultados, ¿la razón? Francamente no la recuerdo, pero estoy seguro que debió haber sido la misma que daré yo cuando mis hijos crezcan si están en la misma situación que yo estuve en 1993: ahorro de tiempo y gasolina.

         Así que un día de septiembre di mi primer paso en esa escuela secundaria que arruinaba por segunda vez los juegos con mis amigos.

         Y en efecto, mi salón era un espacio rústico, con piso como el de las banquetas, paredes sin repellar y techo de lámina, con espacio para colocar las ventanas, las cuales ninguna había sido colocada, así que ya se imaginarán el desastre cada vez que llovía y el terrible calor la mayor parte del ciclo escolar, sobre todo, luego de las retas de futbol en el recreo.

         Yo era el chico nuevo en la escuela, no sólo por ser de primero, pero en especial lo era porque yo no había estudiado en la Escuela Primaria Emiliano Zapata, lo cual me convertía en "extranjero" y posible víctima de lo que en esos años aún no se conocía como bullying. Aunado a eso, yo era un niño guapo y algunas niñas querían conocer a ese niño guapo y eso me acarreó muuuuuchos encuentros de puños y patadas con los chicos malos a los cuales tuve que hacer frente. Lo que ellos no sabían es que yo había puesto mucha atención a la trilogía del Karate Kid y mi grulla era sensacional, así que fue muy interesante ir experimentando cómo día a día, mi grulla no era tan sensacional, pero eso no demerito que los chicos malos reconocieran mi valor al no achicarme frente a ellos y, en consecuencia, irme ganando amigos.

         Y ya con amigos –no es que no los tuviera antes de entrar a la secu, pues algunos eran los mismos cuates de la cuadra– las cosas fueron, digamos, más normales, más como deben ser, ya saben: aguantando uno que otro zape de los gandallitas del salón, que seguramente nunca faltan;  con un citatorio para mis papás, de vez en cuando; con llamadas de atención de los profesores; con reprobar educación física o artística, sólo para saber de qué va eso de reprobar (en la prepa las cosas fueron diferentes) y sobre todo, con una alteración de nervios marca ACME cada vez que pasaba a exponer en clases. Así es, toda mi vida académica fueron una constante esos terribles nervios de pararme frente al grupo y hablar.

         Hubo varios profesores que se ganaron mi simpatía, ya sea por su cordialidad o por el esmero que ponían a su trabajo. Otros tantos, hubiese sido mejor mandarlos a la banca. La maestra Hilda tenía la fama de ser estricta, exigente, enojona y esa fama era irreductible. Fue mi profesora de español en tercero, el último año y recuerdo (aunque quizá la memoria me lo esté dictando diferente) que su método era el siguiente: "Mayormente no falto a mis clases, mi trabajo es algo que me gusta hacer. Aquí les proporcionaré todo lo que exige el plan de estudios, ustedes sólo tienen que ocuparse de cumplir con sus tareas y resolver sus dudas, para eso estoy yo, para ayudarles a resolver sus dudas. No hay exámenes conmigo, a menos que sea muy necesario. Lo que sí habrá, son juegos de retroalimentación y si alguno de ustedes no puede o no quiere entregar tareas, no pasa nada, me leerá algún libro y lo expondrá en clases, pero eso no quita que no se presenten a las mismas, pues para exponer el libro, necesitarán del conocimiento que expondré en cada una de ellas". Dicho lo anterior sospeché de su fama irreductible y no me cupo duda de que exponer un libro era lo que yo quería hacer, muy a pesar del pánico escénico que esos días me abrazaba como abraza una constrictor a un ratón antes de ser devorado.

         Y pues resulta que las clases de la maestra Hilda fueron de las mejores. No recuerdo haya faltado y si alguna vez fue implacable, en verdad lo era con quienes se lo merecían, ya saben, aquéllos que no gustan de poner atención en clases y su "deporte" favorito es estar interrumpiendo sin interrupción la clase, la cual, solía ser después del recreo. Aquí estoy seguro la memoria me lo está dictando a su conveniencia , pero es que el recuerdo más preciso que tengo de una clase de español en tercer grado, se debe a una riña con mi mejor amigo, poco antes de que sonara el timbre que indicara el final del recreo, pues quién nos separó fue la maestra Hilda y luego entramos a clases, en donde, aún con la inercia de los golpes no conectados en el round del recreo, volvimos a intentar pelear y la maestra Hilda nos volvió a separar, incitándonos a la reconciliación, sin necesidad de reportes, ni de mandar a nuestros padres.

         Un buen día, la maestra Hilda me dio un libro que parecía una biblia de los testigos de Jehová y que por título llevaba: Oscar Wilde, Obras completas. Y así, me sentencié a que, a finales del ciclo escolar, frente a los alumnos del 3ro. "C", de la Escuela Secundaria "Manuel Campos Payró", pasaría a exponer la primera novela que leí en mi vida; El retrato de Dorian Gray.