OPINIÓN

El secreto de los 150
04/12/2025

El secreto de los 150

Las grandes ciudades, con sus millones de habitantes, nos hacen creer que hemos dejado atrás el mundo tribal de nuestros ancestros. Sin embargo, bajo la piel de asfalto y acero, seguimos habitando mentalmente aldeas.

El cerebro humano, nos recuerda el antropólogo evolutivo Robin Dunbar, solo es capaz de sostener vínculos significativos con unas 150 personas. Más allá de esa cifra, el lazo se vuelve tenue, la relación se diluye en el anonimato. Es el famoso número de Dunbar, un límite cognitivo que atraviesa todas las culturas y épocas: desde los clanes del Neolítico hasta los ejércitos imperiales, desde las redes académicas hasta las oficinas modernas.

Lo fascinante es que ese número no es arbitrario, sino producto de la evolución. El neocórtex, esa parte del cerebro asociada al pensamiento complejo y a la gestión de lo social, impone su medida a nuestras vidas. El ser humano no es distinto en esto a otros primates: cuanto mayor el cerebro, mayor el tamaño del grupo que puede cohesionarse. Nosotros somos la versión más radical de ese fenómeno. Aunque habitemos metrópolis desbordadas, seguimos limitados por la misma arquitectura mental que nuestros antepasados cazadores-recolectores.

De ahí que no baste con contabilizar amigos en redes sociales: se pueden acumular miles, pero los verdaderos vínculos rara vez superan las 150 personas. Y no se trata solo de saber sus nombres, sino de mantener con ellas un contacto real, recordar sus historias, entender sus emociones. En ese círculo estrecho se juega nuestra vida afectiva y también nuestra supervivencia simbólica.

Pero el número es solo el comienzo. Lo que más desconcierta es descubrir que aquello que nos une no son solo las palabras, sino la risa y el tacto. En los primates, el cuidado mutuo —como el acto de acicalarse entre sí— crea lazos de confianza. En los humanos, aunque el lenguaje nos haya dotado de un instrumento incomparable, el contacto sigue siendo insustituible: una caricia transmite lo que ninguna frase puede decir.

Cuando los grupos se hicieron demasiado grandes para que el tacto alcanzara a todos, la evolución inventó la risa, un ritual de cohesión colectiva que nos permite sentirnos próximos a varios a la vez. La carcajada compartida en un bar, en un teatro o en un estadio es heredera de aquella hoguera prehistórica donde reír juntos era, ante todo, sobrevivir juntos.

También el chismorreo, tan vilipendiado, cumple una función profunda. Lejos de ser trivial, ocupa más de la mitad de nuestras conversaciones. No hablamos solo para informar, sino para tramar la red invisible de relaciones que sostiene a la comunidad. Los hombres tienden a usarlo para exhibir conocimiento técnico; las mujeres, para consolidar vínculos y alianzas. En ambos casos, el resultado es el mismo: cohesionar al grupo, reforzar normas, vigilar desviaciones. El rumor, la historia compartida, el comentario mordaz sobre quienes ocupan un estatus superior funcionan como un control social disfrazado de ocio.

Incluso sesgos aparentemente absurdos, como la preferencia por los hombres altos en los procesos de contratación, revelan su raíz en esta lógica ancestral. Tal vez temamos inconscientemente a los más corpulentos desde la infancia, tal vez asociemos la estatura con autoridad. Lo cierto es que seguimos arrastrando patrones de conducta que, aunque irracionales en la modernidad, fueron útiles en un pasado de jerarquías físicas y disputas tribales.

La paradoja de nuestra condición es evidente: somos animales de ciudad que siguen viviendo en aldeas invisibles. Podemos habitar rascacielos y megaciudades, pero la intimidad de nuestras relaciones obedece a un límite cognitivo heredado de la evolución. Quizá lo más revelador sea que la ciencia, al poner cifras y datos a estos instintos, no hace más que confirmar lo que siempre supimos de manera intuitiva: que tocamos a quien queremos, reímos para unirnos, chismorrear nos cohesiona y admiramos —o envidiamos— a quienes ocupan un lugar más alto en la jerarquía.

El número de Dunbar no es una condena, sino un espejo. Nos recuerda que nuestra humanidad se sostiene en círculos pequeños, que la vastedad del mundo se hace habitable solo cuando la reducimos a 150 nombres, 150 rostros, 150 historias. La gran ciudad podrá expandirse hasta el infinito, pero nosotros seguiremos habitando aldeas. Y en esas aldeas, hechas de afecto, rumor y carcajada, radica todavía lo esencial de ser humanos.




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