Interpelaciones a Freud?
Una de las obras más relevantes e influyentes en el campo de la psicología social es “El malestar en la cultura”, de Sigmund Freud, publicada en 1930
Una de las obras más relevantes e influyentes en el campo de la psicología social es “El malestar en la cultura”, de Sigmund Freud, publicada en 1930. En ella se establece que entre los fines perseguidos por los hombres se encuentra la felicidad, aspiración que atraviesa por dos fases: por un lado, evitar el dolor, y por el otro, experimentar intensas sensaciones placenteras.
El libro fue escrito en una época difícil, convulsa, sin mucho margen para el optimismo. Resulta evidente que las condiciones de la década de los 30 del siglo pasado, con un desempleo galopante y la penuria de la subsistencia acechando a Europa, no eran el mejor escenario para enaltecer las costumbres, la sensibilidad y las capacidades creativas de las personas.
Freud no le da a la cultura el sentido de ilustración o formación intelectual, sino el de normas restrictivas de los impulsos humanos; así la define. Desde este enfoque, aunque en el mundo cultural existan cosas positivas, como el disfrute del arte, de poco sirve si a causa de ese goce el hombre se ve obligado a renunciar a otras satisfacciones (comer, tener ingresos, satisfacer instintos sexuales, etc.).
La cultura vive en perpetuo malestar porque la única manera de que exista es que el hombre se reprima y quede emocionalmente mutilado. En el capítulo VIII escribió:
“…el sentimiento de culpa es el problema más importante del desarrollo cultural. El precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad”.
Hay en el texto de Freud una tremenda desazón. Plantea que la búsqueda de la felicidad como fin de la vida es irrealizable. De manera cruda, deja entrever que la cultura no es un medio que nos libre de la barbarie. En contraparte, el emblemático ensayo brinda numerosas llaves para entender el sufrimiento humano, y ese es quizá uno de los motivos por los que mantiene cierta vigencia después de 90 años.
No es un trabajo que elogie el papel transformador de la cultura —lo anticipamos desde el título—. Varios fragmentos exponen que el hombre, en su condición primitiva, cuenta con la plena libertad de mejorarse a sí mismo y mejorar a la tierra, sin la injerencia de otras cosmovisiones.
De manera contundente, el autor expone que la cultura tiene gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser mucho más felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de vida más primitivas.
Interpelo a Freud recurriendo a sus mismas palabras: ¿acaso no es un prejuicio general equiparar la cultura con la perfección, o considerarla como el camino hacia lo perfecto? Entiendo, en su descargo, la influencia perniciosa que el entorno de crisis económica y social ejerció sobre él cuando escribió el ensayo.
Pero no, señor Freud, el precio del progreso cultural no debe pagarse con el déficit de dicha. No, señor Freud, la cultura no genera insatisfacción y sufrimiento. No, señor Freud, es el bienestar el que crece cuanto más se desarrolla la cultura, no el malestar.
El problema es que muchos hombres tienen apreciaciones equivocadas al confundir el desarrollo de la cultura con poderío, éxitos y riquezas.
La cultura —y en específico las artes y la sabiduría que ayudan a los hombres a disipar la oscuridad de la ignorancia— no debe conducir al individualismo ególatra, sino abrir la mente para compartir con otros la grandeza del espíritu.
Lo que está afuera, en el mundo exterior, incluido el incesante afán de confundir la felicidad con el deseo de fortuna, poder y fama, muy probablemente sea la causa de muchas sensaciones de dolor y displacer. Aun en nuestros días hay quienes ven a la cultura como un simple instrumento para cautivar turistas, o negocio con el que pueden construirse riquezas. Eso sí provoca malestar.
Al contrario de las afirmaciones freudianas, la cultura es la memoria del pueblo, como dijo Milan Kundera. O refugio en la adversidad, según Diógenes Laercio. O aquello que hace al hombre algo más que un accidente del universo, a decir de André Malraux.