La democracia en disputa

Han transcurrido dos semanas desde que, por sorteo, diputados del Congreso de la Unión eligieron a los nuevos consejeros electorales y con ello quedó cerrada

Han transcurrido dos semanas desde que, por sorteo, diputados del Congreso de la Unión eligieron a los nuevos consejeros electorales y con ello quedó cerrada —al menos por ahora— una etapa de afrentas entre representantes del Poder Ejecutivo Federal y del Instituto Nacional Electoral.

Con la mirada a la distancia y teniendo como aliado el apacible reposo que los primeros días de abril trajeron consigo, me he puesto a pensar en la cruenta guerra de acusaciones que se libró meses antes de aquella madrugada del viernes 31 de marzo. Por varias semanas la opinión pública quedó bifurcada entre la exigencia de sanear a una institución electoral pervertida por los privilegios de unos cuantos o defender a la democracia de las supuestas amenazas de quienes, en aras de centralizar el poder, pretendían debilitarla. De eso se inculpaban unos y otros, palabras más, palabras menos.

Durante las hostilidades apareció una retahíla de falacias. Si la “democracia” estaba en medio de aquel fuego cruzado, pocos advirtieron que aun con las argucias de los bandos lo enriquecedor estaba precisamente en la discrepancia, en pensar diferente. El problema es que el desacuerdo no se movió en los límites de la razón, sino del rencor. Cuando esto ocurre, las pasiones terminan por volverlos a todos culpables. Decía Fray Servando Teresa de Mier: “Poderosos y pecadores son sinónimos en el lenguaje de las Escrituras, porque el poder los llena de orgullo y envidia, les facilita los medios de oprimir, y les asegura la impunidad”.

Siempre he pensado que las mejores decisiones se pueden madurar con el conocimiento de la historia, y en este caso no es la excepción. Veamos:

Una de las razones por las que Sócrates fue severamente cuestionado es su condena a la democracia como sinónimo de unanimidad. Curiosamente fue la democracia de Atenas, la ciudad que se preciaba de ser el hogar de la libertad, la que dio muerte a este filósofo por pensar diferente. Los heliastas (miembros del tribunal ateniense) lo acusaron de amenazar el orden establecido, corromper a la juventud e introducir los gérmenes de la decadencia.

Sin embargo, Sócrates, el célebre filósofo que sus discípulos ubicaron como modelo de valentía, de grandeza y de libertad de pensamientos, no era en realidad un adversario de la democracia, sino que emitía serias críticas hacia el funcionamiento de las instituciones democráticas.

En nuestros días, ¿qué hace pensar a algunos que el hecho de cuestionar los privilegios y rancias prácticas de una institución del sistema democrático sea un atentado contra la democracia en su generalidad?  Las democracias, por naturaleza, necesitan también del disenso, del desacuerdo, de los contraargumentos, de la capacidad de decir no. Si bien se aspira al consenso y por lo general se promueve la unanimidad, el riesgo está en que debido a ello se pueden justificar todos los excesos.

EL SORTEO

Seguramente sabe que Grecia parió a la democracia. Se hizo por etapas. Solón (594 a.C.) fue uno de los padres fundadores: legisló, estableció las nociones de orden y de civismo, habló de los riesgos de excederse. Más adelante (allá por el año 510 a.C.) varias reformas permitieron a los ciudadanos pertenecientes a las clases sociales más modestas acceder a las funciones más elevadas. Se les pagaba un salario para que la pobreza no fuera un impedimento para acceder a las funciones públicas. Se tomaron todas las precauciones para permitir la misma participación a todos y evitar que los privilegiados influyeran en la dirección del Estado. Ojo con esto: salvo las funciones militares y financieras, todas las magistraturas se alcanzaban por medio de un sorteo. Leyó bien: a través de un sorteo, dándole la misma representación a todas las tribus.

Claro, más de 25 siglos después es lógico pensar que las cosas han cambiado y que, aun cuando permanecen rastros de aquellos tiempos, hay funcionarios que se han servido con la cuchara grande. Sus canonjías y salarios ostentosos no son en nada comparables a la modesta retribución que los funcionarios griegos recibían para librar el cerco de la pobreza. Asimismo, hoy la sombra de la duda se cierne sobre la práctica de los sorteos, por la presumible manipulación de quienes ejercen el poder, pero también porque no hay garantía de que los mejores, los más preparados, sean designados. Esta última condición ha demeritado la calidad de la política. Con justa razón se preguntaba Sócrates: “¿Por qué los que quieren tocar la flauta, montar a caballo, etcétera, deben trabajar sin cesar para lograrlo, mientras que otros se improvisan como políticos, sin ninguna preparación?”.

Desde aquella época hasta nuestros días, los políticos, como clase, eran despreciados por ineficaces, por falta de méritos, por falta de integridad y de valor. Cierto es que generalizar resulta poco razonable y puede rayar en el disparate. Es decir, aunque pocos, hay políticos excepcionales. De que los hay, los hay.

¡Bendita historia!