La "infernal" estridencia

La oratoria impregnó gran parte de la vida pública y su valor fue reconocido


La oratoria, este singular arte de usar la palabra en público con responsabilidad, argumentación, finura, elocuencia y corrección, despuntó en Grecia y Roma. En ambos lugares, la oratoria impregnó gran parte de la vida pública y su valor fue reconocido. La confluencia de estilos la hizo vigorosa: en Grecia se acentuó la enseñanza de la filosofía, la gramática y la retórica, mientras que en Roma adquirieron un lugar central el manejo de la lengua, el tono exuberante, la prosa florida.

Me atrevo a afirmar que fue el orador romano Marco Tulio Cicerón uno de los que con mayor destreza se nutrió de los conocimientos de las dos tradiciones. El oriundo de Arpino fue capaz de recoger la experiencia helenista y adaptarla a la tradición romana; lo hizo muy bien, al grado de que es recordado como un buen político, brillante estilista, sabio polemista e inventor de la elocuencia. Hay mucho que aprender de él: convencía por su dialéctica y argumentación.

Este largo preámbulo no es fortuito. Recordé las ideas que lo componen luego de enterarme de la reyerta que en días pasados —otra vez— protagonizaron varios legisladores en el Senado. Esta vez, la senadora de Morena, Lucía Trasviña, tomó la tribuna y, con rostro adusto, expresión corporal rígida y mensaje farragoso, mandó al infierno a los del "PRIAN". Cito: "son unos perversos, son unos canallas, y el pueblo no los quiere, y los vamos a derrotar, porque el pueblo tiene el poder supremo de mandarlos por allá, al infierno, allá deben de estar".

La respuesta estridente de otra senadora, Lilly Téllez, no se hizo esperar. Sin elementos probatorios —como estila— arremetió contra el presidente Andrés Manuel López Obrador y acusó a Morena de ser el "brazo político del crimen organizado". Está claro: mensajes llenos de bravatas, soflamas, desplantes. El grado de agresividad desplaza al razonamiento pausado.

La vara es tan baja que hasta quienes poco hablan salen de sus madrigueras, en las que estaban acostumbrados a permanecer agazapados. Recurren a la desagradable altisonancia y la voz en ristre para silenciar cualquier opinión contraria a su forma de pensar. Se vuelven ortodoxos, pero con abundancia de palabras y escasez de ideas.

Tristemente, parece que los ciudadanos nos habituamos al espectáculo vergonzoso de algunos representantes populares que forman parte de la generación de la verborrea, e incluso hay hasta quienes lo disfrutan. Con disgusto contemplamos la escena día a día.

Ellos —la aciaga estirpe de políticos—, al igual que uno que otro dizque "influencer" (disculpe el anglicismo), acusan sin probar, ofenden con soltura, injurian sin recato. Los que están allí, escuchando de viva voz, no dudan en hacer sonar las palmas para respaldar a sus afines, porque, sin importar el tono, aceptan lo expresado. Sin el aplauso y la bulla de respaldo, ¿qué resonancia tendrían sus palabras? ¿Acaso hace ruido un árbol al caer en un bosque si nadie está cerca para oírlo?

A políticos así, a "facebookeros" o "youtubers" de esa calaña, habrá que ponerles un alto para evitar que su palabrería se convierta en un abrumador diluvio capaz de arrasar con todo, incluida la sensatez; un alto para evitar que las reflexiones argumentadas empalidezcan.

Cuán lejos estamos de que abunden los políticos elocuentes, los que procuran conmover y, con tal propósito, huyen de los gruñidos y los discursos aparentes (y hasta siniestros); conocen de qué hablan porque se han documentado, ordenan las ideas, saben subrayar los argumentos, articulan con estilo, construyen sus discursos con estructuras sonoras y equilibradas. ¡Cuán lejos estamos!

EL DEBER, SEGÚN BOBBIO

Decía Norberto Bobbio: "El deber de los hombres de cultura es sembrar dudas en vez de recoger certezas... y el intelectual desarrolla su función crítica y no propagandística cuando sabe hablar contra su partido. El intelectual comprometido debe poner en dificultades ante todo a aquellos con los que se siente comprometido... más allá del deber de entrar en la lucha, el hombre de cultura tiene derecho a no aceptar los términos de la lucha tal como están planteados, a discutirlos, a someterlos a la crítica de la razón".