Más allá del adiós: Dionicio Morales y la palabra en resistencia (I)
24/07/2025
Nada permanece sino lo que el alma escribe
"Nada permanece sino lo que el alma escribe."
—Carlos Pellicer (1981)
PRIMERA PARTE
Dionicio Morales nació el 15 de noviembre de 1941 en Nacajuca, Tabasco, y desde ese rincón fértil de la selva húmeda llevó en la sangre el rumor del río y la cadencia del habla popular hecha verso. A lo largo de más de medio siglo, su existencia fue un hilo continuo de compromiso con la palabra. No fue solo secretario particular de Carlos Pellicer, fue depositario de una memoria viva de la poesía mexicana. En su andar, dirigió el taller de poesía de la Asociación de Escritores de México, fue brújula de nuevas voces en la Universidad Pedagógica Nacional y sembrador de esperanza entre los muros de los reclusorios del país, en el Sur, el Norte, Santa Martha Acatitla y hasta las Islas Marías. En esos espacios de encierro, Morales no llevó consuelo, brindó herramientas, el verso como resistencia, la metáfora como espejo y la poesía como posibilidad de redención.
Como jefe de redacción en revistas como Pájaro Cascabel y La Vida Literaria, trazó rutas donde la escritura dejó de ser ornamento para convertirse en acto político, gesto lúcido que confronta el olvido. Publicó más de una veintena de libros, entre poemas, ensayos, artículos y reseñas, y en cada uno dejó inscrita la huella de una voz que no se limitó a acompañar su tiempo, sino que lo interpeló, lo retrató, lo denunció con una sensibilidad rigurosa y una claridad que rara vez se encuentra sin concesiones.
Fue un poeta tabasqueño que vivió gran parte de su vida en la Ciudad de México mientras llevaba consigo el trópico en la lengua y la memoria del manglar en la mirada. Gentil y generoso, de mirada inquisitiva, capaz de ver más allá de lo evidente, de escarbar en las grietas donde suele ocultarse la verdad. Su ironía, fina y certera, funcionaba como un escalpelo, que no buscaba herir, buscaba revelar y eso no siempre resulta halagador. Tuvo la valentía de nombrar las cosas como son, no como quisiéramos que fueran. Y en esa franqueza, a menudo incómoda para algunos, se cifraba una ética profunda, una forma de estar en el mundo sin máscaras, sin adornos innecesarios. Su amistad fue un acto de claridad, un territorio donde la verdad tenía cabida sin necesidad de ornatos. Para mí, eso fue determinante, entender que la poesía no solo se escribe, también se vive, se encarna en gestos, se defiende en las conversaciones cotidianas, se afirma en la lealtad a uno mismo y a los otros, incluso cuando la sinceridad incomoda.
Conocí a Dionicio en Ciudad Juárez, Chihuahua, al cierre de los años ochenta. Un encuentro de literatura nos reunió bajo un cielo de polvo y frontera, donde las palabras se pronunciaban con sed y las miradas buscaban complicidades más allá del gesto. Nos reconocimos como tabasqueños, como si el rumor del Usumacinta nos hubiera arrastrado, por capricho del destino, hasta ese territorio árido y lejano, tan ajeno a la frondosidad del trópico. Él era ya Dionicio Morales, el poeta —con su nombre hecho eco en los pasillos de la literatura mexicana—, ese que, con voz pausada y acento tabasqueño, sabía darle al poema el ritmo de la tierra húmeda que lo vio nacer. Yo, en cambio, apenas era un aprendiz que cometía herejías con las letras, convencido de que la irreverencia también podía ser una forma de amor al lenguaje. Fui invitado a presentar una revista-fanzine que editábamos en Tijuana entre un par de amigos: Agit-Prop, bautizada en homenaje a aquellos vagones amarillos de la Revolución bolchevique que llevaban cultura a los rincones más remotos de la Rusia insurrecta. Creíamos, con la terquedad fervorosa de la juventud, que algo de esa osadía era indispensable para agitar el polvo del norte mexicano, para sembrar palabras allí donde el viento parecía llevarse todo. La idea nunca se concretó, como suele ocurrir con los sueños que nacen más del fuego que de la forma. Pero en medio de aquel intento conocí a Dionicio, y su presencia —su aliento sereno y firme— me animó a continuar en la brega. Y eso, más que cualquier revista impresa, es algo que no se olvida.
SEMBLANZA DEL AUTOR:
robertorosiqu@gmail.com
Formado profesionalmente en el campo multidisciplinar como médico general, con especialidad en pediatría y subespecialidad en oftalmología pediátrica, es a su vez maestro en Docencia y doctor en pedagogía crítica. Artista plástico-visual, docente, investigador y productor de arte, entre sus últimas publicaciones se encuentran: (2025). Entre réplicas, condescendencias y. El arte en Tijuana y su devenir. Editorial UABC: México; (2019). Salvador Magaña, En el juego de las formas, de la tradición a la síntesis, FORCA: CDMX; (2017). Los 70. Un período fundamental en la plástica de Tijuana. Tirant Lo Blanch / UABC: México; (2016).
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