México: Crónica de un destino postergado (II)
21/10/2025
SEGUNDA DE DOS PARTES
El motor que debía impulsar el cambio, la educación, se convirtió en el ancla que nos retiene. El sistema educativo mexicano fue secuestrado por burocracias, intereses sindicales y una ideología que valora más la lealtad que el conocimiento.
Las reformas van y vienen como propaganda de temporada, pero el núcleo permanece intacto: aulas deterioradas, maestros mal pagados y desmotivados, y programas de estudio divorciados del siglo XXI. El resultado es una fábrica de conformidad que castiga el pensamiento crítico y niega la movilidad social, produciendo un país donde el talento debe emigrar para florecer y la mediocridad se institucionaliza con un puesto en el gobierno.
Paralelamente, el Estado mexicano renunció a construir un servicio civil profesional. La corrupción, insisto, no es un rasgo cultural del mexicano, sino el resultado inevitable de un sistema político diseñado para premiar la lealtad ciega y castigar la competencia probada. Las cifras del Índice de Percepción de la Corrupción son elocuentes: mientras Dinamarca, Finlandia y Singapur encabezan la lista de los más limpios, México languidece en la posición 126. En Singapur se encarceló a ministros para cimentar el Estado de derecho; en México, la impunidad es la regla y los escándalos de corrupción a menudo son solo un breve interludio antes del siguiente cargo público. Hemos normalizado un sistema donde la ley se negocia y la justicia tiene precio.
Y así, México vive atrapado en la paradoja más dolorosa: un país joven, vibrante y lleno de potencial, pero sin un futuro claro que ofrecerle a su gente. Uno de cada cinco jóvenes ni estudia ni trabaja, no por falta de ganas, sino por falta de oportunidades reales. Tenemos enclaves industriales de clase mundial en el norte que coexisten con una pobreza casi feudal en el sur. Tenemos empleos en las ciudades, pero el salario no alcanza para una vivienda digna. El Estado responde con programas sociales que, si bien alivian el hambre inmediata, no construyen ciudadanía ni capacidades a largo plazo. Se ha confundido el reparto con la justicia y la dádiva con el desarrollo, creando una dependencia que es, en sí misma, una forma de control.
El diagnóstico de nuestra enfermedad crónica es político: el culto al sexenio. En México no construimos políticas de Estado, sino legados personales. Cada seis años llega un nuevo redentor que promete empezar de cero, demoliendo lo anterior en un acto de purificación que nos condena a un perpetuo "ahora si". En Corea, Finlandia o Noruega, el mérito recae en las instituciones; en México, seguimos buscando al caudillo, al tlatoani providencial que, ahora sí, nos llevará a la tierra prometida. Esa búsqueda nos ha impedido entender que los países exitosos no tienen líderes mágicos, tienen sistemas funcionales.
Nuestro problema no es la falta de recursos, sino la ausencia de visión. No nos faltan ingenieros, nos sobran operadores políticos. No nos falta juventud, nos falta un mapa. México no necesita otro discurso mesiánico, sino una nueva arquitectura institucional. La solución debe ser tan estructural como el problema: la creación de un Consejo Nacional de Planificación Transexenal, con autonomía constitucional y mandato a largo plazo. Un órgano técnico, no político, donde los mejores científicos, ingenieros, economistas y humanistas del país tracen las líneas maestras en infraestructura, educación, ciencia y energía, blindando los proyectos estratégicos de la miopía y la vanidad del ciclo electoral.
El desarrollo nunca es cuestión de suerte; es una decisión, un diseño consciente. La pregunta que define a nuestra generación es si por fin nos atreveremos a tomar el lápiz y trazar nuestro propio futuro, o si seguiremos esperando a que alguien más lo haga, con la hoja perpetuamente en blanco.
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