OPINIÓN

Plano tangente
08/09/2025

Los restos de comida mexicana

«Lo mismo con las canciones, los pájaros, los alfabetos: si quieres que algo se muera, déjalo quieto».

Jorge Drexler

En México, la comida es mucho más que un acto de nutrición: es identidad, es memoria y es cultura viva. Basta pensar en un pozol en Tabasco, unos tamales en Chiapas o un mole en Puebla para entender que cada platillo carga siglos de historia y símbolos que trascienden la mesa. Sin embargo, la dieta mexicana está atravesando una transformación acelerada, marcada por la globalización, la urbanización y las tendencias de salud y sustentabilidad que reconfiguran lo que comemos y lo que dejamos de comer.

Paralelamente, el país enfrenta una crisis de salud pública vinculada a este sistema alimentario cambiante, caracterizado por el aumento de enfermedades relacionadas con la dieta. Las propuestas para revertir estas tendencias abarcan desde la educación nutricional hasta la regulación de la industria de alimentos y bebidas. A ello se suma el impacto de estilos de vida más sedentarios durante las últimas tres décadas, que han llevado a un aumento notable en la prevalencia de obesidad, diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares y síndrome metabólico (Denham y Gladstone, 2020).

Un dato revelador es el consumo de carne en México. Según el Consejo Mexicano de la Carne, en 2024 cada habitante consumió en promedio 82.7 kilos de carne al año, incluyendo pollo, cerdo, res y ovinos. Esta cifra coloca al país en un nivel intermedio a escala global. Del total, el pollo encabeza la lista con más de 38 kilos per cápita, seguido por el cerdo con 20–21 kilos y finalmente la res con 15–16 kilos. Otros reportes, como el de FIRA (2023), ofrecen cifras más bajas para la carne bovina, cercanas a 8.2 kilos per cápita, lo que refleja variaciones metodológicas, pero confirma la prevalencia del pollo en la dieta nacional.

El protagonismo del pollo responde a una combinación de factores: precio accesible, disponibilidad constante y percepción de alimento más saludable frente a la carne roja. Mientras la res mantiene un simbolismo cultural ligado a la celebración y el estatus, el pollo se ha convertido en la proteína cotidiana, práctica y versátil. Este cambio ilustra cómo las dinámicas económicas y urbanas influyen en la dieta por encima de la tradición.

El espejo cultural también muestra lo que se desplaza. El consumo de maíz nixtamalizado, base histórica de la alimentación, compite hoy con harinas industrializadas y demás productos ultraprocesados. Los refrescos han sustituido al agua fresca en muchas mesas rurales. Y a pesar de que México es uno de los países con mayor biodiversidad del planeta, las dietas tienden a uniformarse en torno a productos globalizados como hamburguesas, pizzas y nuggets. Esta tendencia expresa la tensión entre orgullo cultural y conveniencia inmediata.

Otra influencia en la evolución de la dieta es la conciencia de la relación entre lo que comemos, la salud y el medio ambiente. A nivel global, organismos internacionales y movimientos sociales insisten en la necesidad de disminuir la ingesta de carne y aumentar la de legumbres, frutas y hortalizas. Ya producción y consumo sostenibles, sin embargo, deben cuidar las tradiciones y la identidad gastronómica; quizás haciendo hincapié en la importancia de la moderación.

En regiones como Tabasco, el pozol, el pejelagarto asado o los tamales de chipilín siguen siendo emblemas culturales. No obstante, frente al pollo empanizado de franquicia o a los alimentos ultraprocesados, estas expresiones corren el riesgo de quedar confinadas al ámbito del folklore o a la gastronomía turística. La globalización puede diluir la cotidianeidad de la cocina tradicional si no se impulsa su revitalización desde la vida diaria.

A pesar de los riesgos, la comida también ofrece oportunidades de desarrollo. Productores locales, desde artesanos del cacao hasta ganaderos que adoptan sistemas silvopastoriles, están vinculando tradición, economía y sustentabilidad. Este camino muestra que no es necesario elegir entre pasado y futuro: se pueden integrar ambos. Una hamburguesa puede elaborarse con carne proveniente de sistemas sostenibles y acompañarse de ingredientes nativos como el chipilín. La innovación, bien dirigida, no está reñida con la identidad.

Hoy, el recetario mexicano se ve marcado por el predominio del pollo, los refrescos y los ultraprocesados. Esto no es necesariamente una crítica; la gastronomía es causa y consecuencia de la gente y, por tanto, es dinámica.  Sin embargo, vale la pena preguntarse si se está encaminando hacia una alimentación con destellos de tradición, que refleje salud, sustentabilidad y orgullo cultural. Y quizás la respuesta sea que no. Lograrlo requiere del compromiso no solo de los consumidores, sino también de políticas públicas, educación y cadenas productivas más conscientes.

La comida en México sigue siendo un puente entre generaciones y territorios. Cuidar lo que comemos equivale a cuidar lo que somos. Más que imponer dietas o prohibiciones, lo urgente es reconectar con la memoria culinaria, adaptarla al presente y proyectarla hacia el futuro. Ojalá este septiembre nos acordemos de darle un toque mexicano a la comida globalizada, y no al revés.

(jorgequirozcasanova@gmail.com)





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