Recuperar el espacio común
11/03/2022
“Lo que es común para la mayoría es de hecho objeto del menor cuidado”.
Casi no hay semana en que no aparezca una nota informativa o un reportaje sobre la amenaza que se cierne contra los espacios públicos o la invasión de algún recurso natural valioso.
En nuestras ciudades y comunidades estamos enfrentando la tragedia de los comunes, como le llamó la politóloga estadounidense Elinor Ostrom en su obra “El gobierno de los bienes comunes”, allá por 1990. La expresión “tragedia de los comunes” hace referencia a la degradación del entorno que pueden provocar muchos individuos cuando utilizan al mismo tiempo un recurso escaso. Pensamos de inmediato en el agua, pero no es el único ejemplo aplicable.
La siguiente metáfora ilustra con elocuencia cómo el egoísmo, el abuso y el comportamiento poco racional se vuelven constantes cuando debería perseguirse el bienestar colectivo por encima del individual:
Imagine un pastizal abierto a todos. Usted es un pastor que puede usarlo gratuitamente a favor de sus animales, pero si su ganado y el de otras personas pastan en exceso deben enfrentar gastos por ese excedente. Esta regla, en vez de impedir la sobreexplotación del pastizal, impulsa a los pastores a introducir más y más animales, puesto que cargarán solo con el costo del sobrepastoreo. Ahí está la tragedia: el sistema permite a las personas aumentar su ganado sin ningún límite, en un terreno que es limitado.
Es la misma ruina hacia la que conducimos al espacio público cuando se consiente usarlo sin límites rigurosos. Descuidamos la propiedad en común por satisfacer nuestra voracidad; la creemos privada y la explotamos a conveniencia.
Hace mucho, Aristóteles observó que “lo que es común para la mayoría es de hecho objeto del menor cuidado. Todo mundo piensa principalmente en sí mismo, raras veces en el interés común” (La Política, libro II, capítulo 3). A esta perspectiva se agrega la de Thomas Hobbes: los hombres persiguen su propio bien y terminan peleando entre sí.
En las sociedades modernas sobran ejemplos de tragedia de los espacios y los bienes comunes. Encontramos a quienes rellenan una laguna con el fin de extender su posesión, a los que construyen en lugares prohibidos y también a quienes restringen parte de la superficie de rodamiento con cubetas o se apropian de ella para realizar distintos trabajos.
Observamos a comerciantes y vecinos sacar las bolsas de basura a cualquier hora del día para saturar la esquina de una calle o atiborrar el camellón que divide los carriles de una avenida, sin importar la potencial fuente de contaminación que causan ni el deterioro a la imagen urbana.
Nos hemos visto forzados a tratar de caminar por aceras repletas de obstáculos y soportar el ruido desmedido de anunciantes, o la música estruendosa de personas que dan rienda suelta a sus desenfrenos hasta altas horas de la noche, sin medir el impacto negativo que provocan en sus colindantes.
Lo mismo hay quienes se estacionan en lugares indebidos y aquellos insulsos que consideran a las áreas de uso común como tierras de nadie, por ser accesibles para todos y contrarias a lo privado. Este notorio desorden e incivilidad en el espacio público hace cundir el mal ejemplo y nos precipita a escenarios de anarquía.
Es hora de poner un alto y hacer defendible el espacio. Ahí se construye ciudadanía, se crean lazos y se restituye el tejido social. El respeto individual al entorno es el primer paso para la acción colectiva.
De todos, no solo del gobierno, depende liberar a las calles, los parques y las plazas de ese conjunto de artefactos de dominio privado. De todos depende que el espacio público vuelva a ser un lugar seguro, equilibrado, de encuentro y de expresión democrática.
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