OPINIÓN

Agenda Ciudadana
19/09/2025

Calderón Reloaded: la corrupción aceptable


El nombre del villano estrella del sexenio pasado, Felipe Calderón, está siendo reciclado. No hay duda: su utilidad como distractor, aunque menguada, no se ha agotado. En los últimos días, en medio del escándalo del huachicol fiscal y la sorpresiva —y riesgosa— aprehensión de Hernán Bermúdez, el nombre de Felipe Calderón resurge en redes en medio de diatribas y descalificaciones. Nadie puede negar que López Obrador utilizó todas sus herramientas comunicativas para construir un recurso prestidigitador extremadamente útil. Tan útil, que retraerlo a la memoria pretende acallar la gravedad de la situación política que ahora enfrenta la presidenta y, por supuesto, el país. 

Abollando el nombre de Calderón, López Obrador consiguió invisibilizar a Enrique Peña Nieto. A pesar de que una de las banderas de López Obrador era acabar con la corrupción, una vez que recibió la banda presidencial de sus manos volteó para otro lado, cuando la promesa bien podría haber empezado a ser cumplida con una revisión detallada de los múltiples casos en los que altos funcionarios de su administración —y su esposa— fueron señalados de haber incurrido en malas prácticas. ¿Confirma el hecho la versión del acuerdo de apoyo electoral a cambio de ceguera fiscal? Difícil saberlo. Pero la repetición incansable del nombre de Felipe Calderón contribuyó a que Peña Nieto terminara siendo simplemente una mala anécdota en el imaginario colectivo.

López Obrador tenía otros razones, más poderosas y convenientes para su estrategia política, para convertir al michoacano en el enemigo público número uno de la nación.  Calderón le ganó en las elecciones del 2006 en un proceso complejo, cuyo resultado, por cerrado, terminó por no ser evidente para un buen porcentaje de la población. Se alzó a la presidencia con una legitimidad severamente cuestionada; de allí que recurrió a una estrategia de seguridad férrea, que oposición y ciudadanía bautizarían como "guerra contra el narcotráfico" y que conduciría a sus críticos a agotarlo con una contabilidad diaria de muertes y desapariciones. Así, que Calderón ganara la presidencia mediante un proceso dudoso y promoviera una política de seguridad que fue sangrienta resultaron hechos que a López Obrador le vendrían "como anillo al dedo" —expresión que, más que modismo proverbial, fue cimiento principal de su pensamiento político— para convertirlo en el responsable de un fraude electoral y de la construcción de un narco estado.

El INE, como todas las instituciones promotoras de prácticas democráticas, estaba en la mira de López Obrador, por razones que la coyuntura actual hace más evidentes. Así, la figura de Calderón resultaría muy propicia para golpear y debilitar a un instituto electoral que, a pesar de su historia positiva, no consiguió erradicar de la memoria colectiva la fobia sobre los fraudes electorales de la era priista. Pero también serviría para justificar los abrazos como antídoto perfecto para los sobrados balazos de su sexenio.  Calderón representaría, así, el epítome de lo que la cuarta transformación combatiría. Entonces ¿por qué no perseguirlo y meterlo a la cárcel? Porque resultaría más rentable, política e ideológicamente, mantenerlo libre. Una vez en prisión, la justicia se habría aplicado y no habría más que hacer con él; la retórica en su contra no podría ya ser usada como el arma poderosa que, gracias a su libertad, aún es. Aprehendido Calderón, habría que perseguir y encarcelar a Peña Nieto.

Esta vez no ha sido el poder el que directamente ha retomado el nombre del expresidente y la historia negra que se le ha adherido. Han sido partidarios del gobierno de la presidenta Sheinbaum quienes han inundado las redes recordando el título de espurio con el que transitó por la presidencia durante sus seis años de gestión; su complicidad con el crimen organizado y su inaceptable ignorancia de la participación de su secretario de seguridad, Genaro García Luna, en los negocios del narcotráfico. Se recuerdan los daños al patrimonio nacional, específicamente el petróleo, que en esos años se le atribuyeron. Imposible ignorar el alcoholismo que presumiblemente padecía.

Curiosamente, todo esto ocurre en los momentos críticos del escándalo que ha destapado la tremenda corrupción existente en la Marina y que conduce a pensar que en la ignominiosa red de complicidades podrían estar involucradas autoridades de los más altos niveles. Sin embargo, el intento por desviar la atención de la magnitud del fenómeno del huachicol fiscal —que está mostrando que un buen número de funcionarios del gobierno pasado actuaron como un cártel mafioso— termina por justificar las conductas delictivas que siempre había reprochado la ciudadanía a los gobiernos anteriores. López Obrador, Morena y Claudia Sheinbaum fueron llevados al poder para acabar con la corrupción. En estos últimos meses ha quedado claro que la corrupción no fue debidamente combatida y que aún se le cobija. Pero, ahora, quienes simpatizan con Morena prefieren sacar a relucir los males del pasado, con lo que terminan por no ver los actuales y, de esa manera, validarlos.

Los cada día más apabullantes hechos que salen a flote en relación con el fraude a PEMEX deberían estar produciendo un reproche unánime de la población. Nunca México había registrado los niveles de corrupción que hoy salen a la luz, a pesar de que la historia nuestra en esta materia es larga, profunda y muy oscura. No es así. El caso ha conducido a una mayor polarización, que empieza a alcanzar niveles muy peligrosos. La tecnología virtual, con sus características, disponibilidad e idoneidad, ha facilitado y magnificado la división.

Que a Felipe Calderón convenientemente no se le hayan presentado cargos y que sea mantenido como objeto de la obsesión por depurar la vida política cada vez que se hace evidente que Morena no ha cumplido con lo prometido, son prácticas que demuestran que en México hemos perdido la capacidad de identificar, por su nombre, los problemas reales y graves que nos aquejan. Pero, sobre todo, que, enceguecidos por nuestras emociones, avanzamos hacia el punto de ruptura y no retorno.   





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