OPINIÓN

Desde la geopolítica
18/06/2025

Un mundo en guerra

Analista de geopolítica, consultor político y científico de datos.

El 26 de junio de 1945, en San Francisco, se firmó la Carta de las Naciones Unidas. Con ella, 50 países sellaron el compromiso de construir una arquitectura internacional capaz de evitar que el horror de la guerra volviera a repetirse. En su preámbulo lo afirmaron con claridad: "Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles"

El siglo XX cerraba así su capítulo más oscuro con la esperanza de que la cooperación, el derecho y la diplomacia reemplazaran al uso de la fuerza como mecanismo de resolución de conflictos. Y en parte lo lograron: desde entonces, el mundo no ha visto una Tercera Guerra Mundial en el sentido tradicional. Pero eso no significa que vivamos un estado de Paz Global.

Ochenta años después, esa promesa de paz se desvanece entre el humo de múltiples campos de batalla. Los datos son contundentes. El Índice Global de Paz del Instituto de Economía y Paz contabilizó 56 conflictos activos con aproximadamente 92 países involucrados, directa o indirectamente. Miren la paradoja: 2024 fue también el año con más elecciones y a la vez uno de los más violentos.

Aunque no presenciamos una guerra mundial declarada y directa, sí vivimos en un mundo atravesado por múltiples guerras simultáneas. Algunas de ellas acaparan titulares: la guerra entre Rusia y Ucrania, el genocidio perpetrado por Israel contra la población palestina en Gaza, el conflicto entre Irán e Israel, la Cuarta Guerra de India y Pakistán. Otras aún persisten en la sombra: las guerras interminables en Somalia, Yemen, Sudán del Sur, o en la región oriental de la República Democrática del Congo.

Usaré estas líneas de tinta para nombrar y visibilizar algunos otros casos: la Guerra Civil de Myanmar y el genocidio contra la población Rohinyá, Etiopía, el Sahel (Malí, Burkina Faso y Níger), Camerún, Darfur, Nagorno Karabaj, Haití, el conflicto mapuche en el sur de Chile y Argentina, la crisis de Nicaragua, la del El Salvador, la narcoguerra en México, el Kurdistán, la guerra de Siria, Nigeria, Mozambique, el Tíbet y el pueblo Uigur en China, el Mar del Sur de China, Tailandia y Malasia, Indonesia, las dos Coreas. Cabe destacar las protestas en California contra la brutalidad del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), en donde las y los paisanos están luchando contra el fascismo trumpiano y su sistema de odio hacia la comunidad migrante.

Lo que estamos presenciando no es solo una serie de conflictos aislados. Detrás de cada explosión de violencia se encuentra una realidad más profunda: la disputa por la definición del nuevo orden internacional. Un sistema en el que Estados Unidos pugna por conservar su hegemonía, China disputa su ascenso como potencia, Rusia resiste su repliegue estratégico, y los pueblos oprimidos reclaman y luchan por su liberación. Esta dinámica no es nueva; es la manifestación contemporánea de la lucha histórica entre clases oprimidas y opresoras, entre imperios y pueblos colonizados, entre el capital y quienes sufren su lógica extractiva.

La pregunta fundamental que debemos hacernos es incómoda pero necesaria: ¿Puede existir paz genuina en un sistema internacional fundado sobre tres pilares destructivos: colonialismo, patriarcado y capitalismo?

UNA ESTRUCTURA DE EXPLOTACIÓN

El colonialismo no fue solo un episodio histórico. Es una estructura persistente de explotación, que organiza el mundo en centros y periferias, en donde un pueblo somete a otro con fines de extracción de recursos. Hoy ya no se usa la ocupación militar directa cuando los mecanismos financieros, comerciales y tecnológicos logran el mismo resultado: el flujo de riqueza desde la periferia hacia los centros de poder. Por su parte, el capitalismo se basa en la competencia por recursos finitos, generando inevitablemente tensiones que, llevadas a su extremo lógico, desembocan en conflictos armados. La acumulación infinita en un planeta finito no es solo una contradicción económica; es una receta para la guerra permanente. Y el patriarcado, finalmente, configura el poder como dominio, naturaliza la violencia como método de control y establece al Estado-Nación y sus ejércitos como las instituciones supremas de esa violencia legalizada.

Si vivimos en un mundo estructurado bajo estas lógicas: colonial, patriarcal y capitalista, ¿cómo podemos esperar paz cuando el sistema mismo está diseñado para la competencia destructiva, la explotación y, en última instancia, la muerte? La guerra, en ese sentido, no es una falla del sistema internacional, sino una consecuencia previsible de su diseño. Vivimos en un orden global construido desde y para la guerra.

La respuesta no es reconfortante. Mientras mantengamos estas estructuras como fundamentos de nuestro orden internacional, la paz será siempre precaria, temporal, una mera pausa entre conflictos. La Carta de San Francisco, por noble que fuera en sus intenciones, intentó construir la paz sobre cimientos diseñados para la guerra. Mientras las estructuras del colonialismo, el patriarcado y el capitalismo sigan siendo los pilares del orden internacional, la paz no será más que una tregua frágil entre guerras inevitables. Nombrar este sistema es el primer paso hacia desmantelarlo

Frente a ello, la esperanza no puede ser ingenua. La paz no será producto espontáneo del paso del tiempo, ni un regalo de las potencias. Será, si acaso, fruto de la organización colectiva, del desmantelamiento de las estructuras de opresión, y del surgimiento de una nueva ética internacional: una basada en la justicia social, la igualdad entre los pueblos, y el respeto supremo a la dignidad de todas las vidas.





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