Desmitificar a Maquiavelo: tres lecciones malinterpretadas
04/07/2025
Nicolás Maquiavelo sigue abriendo grietas en las narrativas morales del poder.
En el campo de la Ciencia Política, la obra de Nicolás Maquiavelo sigue abriendo grietas en las narrativas morales del poder. Tiempo atrás elaboré un ensayo sobre sus principales textos para explorar la crudeza, la lucidez y la vigencia de su pensamiento. Hoy, cuando la arena política es cada vez más inestable y está poblada de actores que, al amparo de sus propios intereses, intentan teorizarlo todo, resulta pertinente rescatar una pequeña parte de aquel trabajo para comprender la verdadera aportación del florentino, un autor citado con frecuencia, pero escasamente estudiado más allá de "El Príncipe".
Maquiavelo, ese nombre que despierta admiración y repulsión a partes iguales, ha sido durante siglos un espejo deformante de la política. Para algunos, un cínico apologista del poder sin escrúpulos; para otros, el padre de la ciencia política moderna. Sin embargo, ambas posiciones —la del maquiavelismo amoral y la del visionario universal— fallan en un punto esencial: no comprenden a Maquiavelo ni en su contexto ni desde su intención original. Es necesario desmitificar su figura para adentrarse en el pensamiento de un pragmático que buscó entender cómo se ejerce la autoridad en circunstancias reales.
Existen numerosos ejemplos de malentendidos o interpretaciones erróneas, pero aquí les comparto al menos tres:
I. "El fin justifica los medios".
Pocas sentencias han sido tan atribuidas y a la vez tergiversadas como esta. Se ha convertido en el mantra predilecto de quienes buscan legitimar acciones cuestionables en nombre de un supuesto bien superior. Sin embargo, Maquiavelo jamás escribió esta frase tal cual. En "El Príncipe" se lee algo mucho más matizado: "En las acciones de todos los hombres, y sobre todo de los príncipes, donde no hay tribunal al cual recurrir, se atiende al resultado" (cap. XVIII).
Lo que Maquiavelo señala no es una exhortación a hacer cualquier cosa para alcanzar el poder, sino una constatación empírica: el juicio sobre las acciones políticas suele basarse más en su eficacia que en su moralidad. Más que ofrecer una receta universal de inmoralidad útil, hace una advertencia sobre la lógica que impera en el campo de lo político. Como señala Isaiah Berlin en su ensayo "La originalidad de Maquiavelo" (Fondo de Cultura Económica, 1983), lo verdaderamente radical en Maquiavelo no es que proponga la crueldad, sino que escinde la moral cristiana del ejercicio del poder:
"No hay un solo código moral, hay al menos dos: uno para los hombres privados, otro para los hombres públicos".
II. "Más vale ser temido que amado".
Otra máxima que suele citarse con ligereza es la famosa comparación entre el temor y el amor. Maquiavelo escribe: "Se puede decir que todo príncipe debe desear ser tenido por clemente y no cruel. No obstante, debe cuidar de no hacer mal uso de esta clemencia. [...] Es mucho más seguro ser temido que amado, si no se pueden reunir ambas cosas" ("El Príncipe", cap. XVII).
La clave está en la condición: "si no se pueden reunir ambas cosas". Maquiavelo no predica el terror como política, más bien reconoce que el amor es volátil, mientras que el temor, bien administrado, ofrece mayor estabilidad. Se trata de una concepción trágica del poder, no de una apología de la violencia. Como sugiere Quentin Skinner en "Los fundamentos del pensamiento político moderno" (Fondo de Cultura Económica, 1985), Maquiavelo construye una "ética del realismo político" en la que el príncipe se ve obligado a elegir entre opciones imperfectas, no a ejercer el mal por placer o por principio.
III. "El hombre es ingrato, voluble, simulador y disimulador".
Maquiavelo es también célebre por su cruda visión de la naturaleza humana. En el capítulo XVII de "El Príncipe" describe al hombre como "ingrato, voluble, simulador, disimulador, temeroso del peligro, ávido de ganancias". A primera vista, parece una sentencia misantrópica. Pero, nuevamente, lo que hay aquí no es odio, es un diagnóstico.
Maquiavelo no desprecia al hombre: lo observa. Su antropología no nace del resentimiento, sino de la experiencia política en una Italia fragmentada, donde los ideales humanistas se estrellaban contra la corrupción, la traición y la inestabilidad. No es Hobbes, que teme al hombre, ni Rousseau, que lo idealiza; es un observador despiadadamente lúcido.
Claude Lefort, cuya obra monumental se convirtió en una tradición acerca de cómo leer y acercarse a la obra del florentino, señala en "La obra de Maquiavelo" (Gallimard, 2008) que esta mirada es más bien una forma de emancipación: al separar la política de la moral, Maquiavelo no condena al hombre, le ofrece un terreno nuevo donde actuar, sin la hipocresía de los valores ineficaces.
Cabe concluir, por lo antes expuesto, que Maquiavelo no fue un teórico del poder en abstracto; fue un analista de su funcionamiento en tiempos de crisis. Lo que él nos ofrece no es una ética utilitaria ni una doctrina del cinismo, sino un conjunto de advertencias contextualizadas. Brinda luces sobre cómo conservar la autoridad en medio de la incertidumbre, con los recursos disponibles, ante una humanidad frágil.
En estos tiempos, cuando la política abunda en frases hechas y gestos vacíos, desmitificar a Maquiavelo es un acto de responsabilidad intelectual. Nos obliga a dejar de usarlo como pretexto para justificar el abuso o la indiferencia ética y a entenderlo como lo que fue: un pensador comprometido con los problemas de su tiempo, dotado de una lucidez incómoda, pero no por ello menos valiosa.
Comprender a Maquiavelo es, paradójicamente, volver a mirar la política con más seriedad. Solo así, con una lectura atenta y libre de prejuicios, podremos enfrentar los retos políticos de nuestro tiempo con mayor honestidad y eficacia.
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