Inédita sucesión del presidente López Obrador (Parte I)
El presidente de la República, es el centro del poder y el origen de las decisiones políticas más importantes
No hay sistema político en la historia de la humanidad donde la sucesión del poder no resulte siempre, en un momento de clímax o tensión. El célebre lema “¡El Rey ha muerto, Viva el Rey!” exclamado con pulcritudes formalistas en las sucesiones monárquicas europeas, pretendía evitar la peligrosa situación política que se planteaba en un “interregno” (periodo de tiempo entre el reinado de un monarca y la asunción de su sucesor), además de servir como última ocasión de vitorear al rey muerto, y la primera ocasión de hacerlo con el nuevo soberano; lo que se configuraba finalmente como la expresión de la fidelidad y renovación automática de los lazos del vasallaje.
Entre menor era el tiempo en la sucesión y la perplejidad en sus procesos, menor era también el riesgo de que el vacío en el poder derivara en rupturas políticas, o incluso en guerras civiles. Así, de esta forma, se establecieron las reglas de la primogenitura absoluta (algunas sexistas con consideraciones especiales para los hombres) y toda una suerte de reglas sucesorias. En resumen, las monarquías auguraban su sustento en la medida que aseguraban -con fuerza y determinación-, la certidumbre en sus procesos sucesorios.
Por el contrario, las sucesiones democráticas, deben representar todo lo opuesto. Al menos así lo señala Claude Lefort, en su libro: “La incertidumbre democrática: ensayos sobre lo político”. La obra de Lefort, es valorada por sus aportes a la comprensión del fenómeno totalitario y su visión de la democracia como una experiencia social incierta y un lugar vacío donde la titularidad del poder es siempre transitoria. Si quisiéramos sintetizar el resultado del estudio de Lefort, habríamos de señalar que “a mayor incertidumbre, mayor democracia”; así de simple.
No obstante, como todo sistema político, también las democracias deben contar con mecanismos de transmisión del poder que son fundamentales para garantizar su permanencia y estabilidad; con mayor razón, en aquellas cuya regencia principal se encarna en un solo individuo. Tal es el caso de México, donde el poder se ha organizado en un sistema eminentemente presidencialista. El presidente de la República, es el centro del poder y el origen de las decisiones políticas más importantes; sus funciones y atribuciones rebasan con muchas las de cualquier otras instancias, tanto las definidas en la Constitución como las denominadas “facultades metaconstitucionales” que el titular del ejecutivo genera y consolida en el ejercicio del poder mismo.
En la práctica del presidencialismo mexicano, el partido hegemónico ha servido como pieza fundamental del sistema. Creado en 1929 como Partido Nacional Revolucionario (PNR); transformado en 1938 en el Partido de la Revolución Mexicana (PRM); y en 1946 finalmente convertido en el Partido Revolucionario Institucional (PRI), esta institución fue sostén de la clase política durante casi un siglo y el espacio en el que habrían de resolverse las contiendas electorales. Lo que permitió institucionalizar los mecanismos de renovación del poder evitando que se resolvieran por la vía de las armas.
Los presidentes del otrora partidazo, reafirmaban una vez más su poder al ocaso de su sexenio, mediante el control del propio proceso que habría de relevarles del cargo. La decisión vaya, más importante que habrían de tomar no era relativo a políticas de desarrollo, seguridad o educación, sino buscar a quien habría de sustituirles. Para evitar que el “dedo elector” fallara ante el “juego de tronos” armado por propios y extraños, se “tapaba” al sucesor hasta bien entrado el último año del gobierno.
Miguel de la Madrid por ejemplo, primer presidente neoliberal, sería destapado el 21 de septiembre de 1981, a menos de un año de las elecciones presidenciales del 4 de julio de 1982, tras preguntarle su antecesor (López Portillo): “si estaba preparado”, a lo que contestó que “sí” y recibir la indicación, que “habría que prepararse más” y describirlo como “perfecto” ante periodistas en Palacio Nacional, según lo relata en su libro “Cambio de Rumbo” el propio ex presidente De la Madrid.
Actualmente aunque muchas cosas han cambiado -el PRI va camino a su extinción- , aún persisten ciertos símiles, como por ejemplo la configuración como necesidad orgánica del sistema político en México, de un nuevo partido hegemónico: Morena. Partido que al igual que el PRI (en sus primeros años), busca permitir -aunque no sin tropiezos iniciales-, que las fuerzas que se consideran herederas de la lucha histórica del pueblo mexicano, legitimen esta condición política en sus dirigencias frente a las masas populares al buscar definir quién será “el/la coordinador (a) de la Defensa de la Cuarta Transformación” a nivel nacional.
Sabemos que, a la postre, dicho encargo terminará erigiendo al candidato (a) presidencial en 2024 de la alianza oficialista. Sin embargo, la suerte de la actual sucesión presidencial parece correr por nuevas vías. Hoy vemos por ejemplo, que no hay “tapado”, ahora hay “corcholatas”; la sucesión inició a la mitad del sexenio, no al final; el método de selección pasó del dedazo, a la encuesta; las “cargadas” ahora son en la calle y plazas públicas, no en los pasillos del palacio; fiel a su estilo, el presidente ha corrido la sucesión presidencial de lo cierto a lo incierto, de la certidumbre a la incertidumbre; de la simulación a la democracia. Pero… ¿Estamos listos para ello? Lo reflexionaremos en la siguiente entrega.