Las enseñanzas políticas de Kautilya

Cuando el mundo se vuelve políticamente más convulso

Cuando el mundo se vuelve políticamente más convulso, porque quienes aspiran a ejercer el poder se aferran a estrategias de propaganda alejadas de principios éticos, o quienes gobiernan encuentran limitados sus márgenes de maniobra para atender las cada vez más crecientes necesidades públicas, es imperativo volver la vista a las grandes enseñanzas que nos legaron antiguas culturas occidentales y orientales. En ellas anidó el pensamiento político de personajes que han trascendido en la historia por sus contribuciones en los campos de la filosofía y el arte de gobernar.

Hasta nuestros días llegan las lecciones de política y filosofía clásica de Sócrates, Platón y Aristóteles, en Grecia; de Confucio, en China; de Kautilya, en la India; de Nicolás Maquiavelo, en Italia, o de Baltasar Gracián, en España. De seguro muchos más se pueden añadir a esta corta lista.

No todos, sin embargo, abordan con un pensamiento preclaro la idea de que la política rinde mejores frutos cuando es producto de un esfuerzo colectivo. Estoy convencido de que el apremiante contexto actual —mayores necesidades y problemas públicos con menores recursos para su eficiente atención— debería conducirnos a los orígenes de la filosofía política, en específico al postulado de que la “cosa política” era natural o fruto de la convención, del acuerdo.

De los filósofos, políticos, escritores o consejeros antes mencionados, quizá sea Kautilya uno de los que más enfatizó el principio de que todos, el pueblo y sus líderes, debemos ser conscientes de nuestras responsabilidades colectivas.

Kautilya fue autor del Arthashastra, un extenso tratado político de más de 2000 años de antigüedad que abordó el tema de la integridad ejemplar del gobernante. Para este filósofo y estadista de la India antigua, el gobernante debe poseer las cualidades más altas de dirección, intelecto y energía, pero también un incesante deseo por aprender, entender la realidad a fondo y rechazar las visiones falsas. En eso coincide con Platón.

Decía que “triunfa el que se prepara para el futuro y el que está alerta en el presente. No lo hace quien se conforma con lo que acaece”.

Según Kautilya, un rey o gobernante debe reforzar las normas que resguardan la disciplina entre los miembros de la sociedad. Si alguien se rehúsa a participar en esfuerzos cooperativos deberá pagar el costo de no recibir ninguna parte de los beneficios.

Imagínese si en México nuestros gobernantes se aplicaran a tales principios, en vez de ser exageradamente permisivos y benefactores.

Nadie se quedaría sentando en su casa esperando dinero del gobierno, apegado a la inmoral idea de que éste tiene la responsabilidad de alimentar a su familia.

Nadie rompería la calle para conectarse a la toma de agua sin repararla.

Nadie ocuparía las banquetas ni obstruiría el libre tránsito sin llevarse una sanción.

Nadie se estacionaría en lugares prohibidos y arrojaría basura en las calles. Y un largo etcétera de ejemplos.

Claro, tampoco tendríamos gobernantes poco preparados, sin integridad e incapaces de cumplir sus responsabilidades en la conducción de sus gobernados.

No cabe duda de que la filosofía oriental, particularmente la procedente de la India, es muy aleccionadora. Pienso que tiene grandes coincidencias con la cultura griega, aunque casi siempre solemos encumbrar a esta última.

Cito el acertado apunte que nos ofrece Firdaus Jhabvala en su ilustrativo “Manual hindú del buen gobernante”, un libro de reflexiones y pensamientos de sobra recomendable: “La filosofía oriental… considera la política como la puesta en marcha de la ética de todo un pueblo; por ello, el que toma la decisión lo hace no sólo en nombre del pueblo, sino porque éste verdaderamente la considera la mejor”.

La obra de Jhabvala establece que “la evolución de todo pueblo depende de la calidad de sus gobernantes”, y que no debe haber diferencias entre la política y la ética en la tarea de gobernar.

Por lo tanto, es deseable que cualquier gobernante que aspire a ser bueno asuma como brújulas la sabiduría, el ejercicio de una práctica moral y las virtudes públicas que propugnaban los antiguos, sobre todo de la India, una cultura donde la palabra ostenta un lugar sagrado.