Plano tangente
03/11/2025
Otro siglo sin ética
«Las verdades a medias son sobre todo mentiras a medias.»
Mario Benedetti
A partir de investigaciones recientes sobre la atribución del desempeño y la desigualdad económica, se ha desarrollado un marco conceptual que busca explicar cómo las percepciones sociales pueden inclinar las preferencias hacia el talento por encima del esfuerzo. Esta línea de análisis, aún en expansión, sugiere que las condiciones económicas influyen de manera profunda en la forma en que las personas interpretan el mérito, el éxito y la justicia social.
Cuando se evalúa el logro personal o profesional, suelen identificarse dos grandes dimensiones: el talento innato y el esfuerzo dedicado (Bak y Yi, 2025). Aunque se presentan como categorías independientes, en la práctica se perciben en equilibrio, si alguien posee un alto talento natural, se asume que necesita menos esfuerzo para alcanzar el éxito, y viceversa. Este sistema de creencias "compensatorias" lleva a que muchas personas admiren más a quien nace con el don que a quien persevera. No es casual que en el deporte, la música o el emprendimiento, la sociedad aplauda con mayor entusiasmo al genio natural que al trabajador incansable. Detrás de esa admiración hay una visión cultural del éxito profundamente condicionada por el entorno social y económico.
Diversos estudios han mostrado que la desigualdad económica tiende a desplazar las atribuciones del éxito hacia factores externos e incontrolables, como la herencia, la suerte o el estatus familiar. De las dos dimensiones esenciales del logro (talento y esfuerzo), el talento se percibe como una cualidad innata, fija y ajena al control personal, lo que lo asocia más estrechamente con las percepciones externas de riqueza. En cambio, el esfuerzo vinculado con la constancia, la disciplina y el trabajo duro, se valora más en contextos donde la movilidad social parece posible.
Sin embargo, cuando las oportunidades se perciben como limitadas o injustas, las personas tienden a atribuir el éxito a cualidades privilegiadas, reforzando la idea de que el mérito depende del punto de partida más que del trayecto. Así, la desigualdad económica no solo genera brechas materiales, sino también fracturas simbólicas; moldea nuestras ideas sobre quién merece prosperar y por qué.
Durante las últimas tres décadas, la desigualdad ha aumentado de forma constante, especialmente en los países desarrollados. Durante el siglo XX, la desigualdad en la mayoría de los países ricos disminuyó casi continuamente desde la década de 1930 hasta la de 1970, para luego aumentar drásticamente a partir de la década de 1980 (Wilkinson y Pickett, 2017). Esta brecha creciente entre ricos y pobres se ha asociado con efectos sociales y psicológicos adversos, como el aumento del comportamiento antisocial, la reducción de la cooperación y una mayor propensión a asumir riesgos. En sociedades donde las diferencias de ingresos son más marcadas, las personas tienden a desconfiar más unas de otras y a competir por el estatus, debilitando la cohesión social.
En el ámbito laboral, por ejemplo, la percepción de desigualdad puede llevar a priorizar la competencia individual sobre la colaboración colectiva. En el plano personal, puede incentivar conductas impulsivas, como el endeudamiento excesivo o la búsqueda de recompensas inmediatas, síntomas de una sociedad donde el éxito parece reservado para unos pocos. En ese contexto, la idea de que el talento abre todas las puertas, se convierte en una narrativa funcional que justifica la desigualdad, al tiempo que desvaloriza el esfuerzo cotidiano.
A medida que las percepciones de la desigualdad adquieren relevancia en la investigación psicológica, se reconoce su influencia en procesos cognitivos y emocionales fundamentales, como el juicio moral, la toma de decisiones o la evaluación del mérito. Comprender cómo las personas interpretan y reaccionan ante la desigualdad se vuelve crucial para entender también el desgaste de la legitimidad institucional en las democracias modernas.
La legitimidad, entendida como la creencia de que las instituciones y autoridades son justas y apropiadas, constituye el cimiento invisible de toda gobernanza. Cuando las políticas públicas no reducen las brechas de bienestar o se perciben como favorecedoras de élites, la confianza ciudadana se erosiona. Un gobierno sin legitimidad enfrenta mayor resistencia social y menor cumplimiento voluntario de sus normas.
Curiosamente, los símbolos políticos, banderas, escudos, insignias, incluso la balanza de la justicia, han sido históricamente utilizados para reforzar la idea de legitimidad. Desde los cetros de los faraones y las coronas imperiales hasta los emblemas de regímenes modernos, estos objetos visuales transmiten autoridad y orden. En contextos democráticos actuales, siguen cumpliendo una función similar: recordarnos la existencia de un poder que se pretende justo. Pero sin equidad real, esos símbolos se vacían de contenido.
En definitiva, la desigualdad económica no solo amenaza la estabilidad social; también distorsiona nuestras nociones de mérito y legitimidad. Cuando el talento se convierte en un privilegio heredado y el esfuerzo deja de ser suficiente, la promesa de justicia meritocrática pierde sentido. Recuperar el equilibrio entre talento y trabajo, entre símbolos y sustancia, entre autoridad y justicia, es quizá uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo.
La verdadera legitimidad política, moral y social se construye cuando el mérito deja de ser privilegio y el esfuerzo vuelve a tener valor.
jorgequirozcasanova@gmail.com
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