La Extinción del Vecino (I)
15/12/2025
Hacia la atomización de la sociedad
Hay algo que hemos perdido sin darnos cuenta: el vecino. No la persona que vive al lado (esa sigue ahí), sino la vecindad como institución social, como red de contención, como tejido que nos sostenía incluso cuando no lo sabíamos.
Lo que está desapareciendo es algo mucho más profundo que el saludo casual en las mañanas: es la capacidad de construir seguridad, identidad y futuro compartido con quienes habitan nuestra cuadra. Es, en palabras del sociólogo Robert Putnam, la erosión del "capital social" (esas redes de confianza, normas y hábitos de cooperación que durante milenios hicieron posible la vida en común)
El vecino en la religión.
Todas las grandes tradiciones religiosas comprendieron algo fundamental: el vecino no es opcional. En el judaísmo, "amarás a tu prójimo como a ti mismo" no es sugerencia poética sino obligación legal, acompañada de reglas específicas sobre ayuda mutua y justicia cotidiana. El cristianismo transformó esta idea en su núcleo moral con la parábola del Buen Samaritano: el prójimo es quien necesita tu ayuda, inclusosi es un extraño. El islam construyó la ummah sobre la responsabilidad hacia quienes viven cerca, haciendo de la caridad un pilar de la fe. Las cosmologías indígenas de Mesoamérica tejieron la reciprocidad comunitaria como fundamento mismo de la existencia.
Estas tradiciones no romantizaban la vecindad: la codificaban, la regulaban, la volvían sagrada precisamente porque sabían que era difícil. Convivir con el otro, ese desconocido que comparte tu muro, tu calle, tu plaza, requiere trabajo deliberado. Las religiones lo entendieron: donde el Estado no alcanza, donde el mercado no llega, el vecino es la última (y a veces la única) red de seguridad.
De la vecindad a la ciudad, de la ciudad a la civilización.
En la antigua Mesopotamia, en los bloques compactos de Roma, en las ciudades mayas organizadas alrededor de plazas ceremoniales, la vecindad no era electiva: era geográfica y permanente. Compartías muros, patios, sistemas de riego, conflictos por ruido y animales. Las tablillas cuneiformes registran disputas vecinales con asombrosa familiaridad: invasión de predios, ruidos nocturnos, responsabilidades compartidas. La ley regulaba lo que la proximidad hacía inevitable, ¿familiar no?
En la Europa medieval, la parroquia era el centro moral y social de la vecindad. No vivías solo junto a otros: vivías en una comunidad que te observaba, te juzgaba, te ayudaba y te controlaba en igual medida. Las cofradías y los gremios institucionalizaron la ayuda mutua no por bondad abstracta sino porque la supervivencia dependía de ello. En las ciudades mayas, la familia extendida y el trabajo comunal (agrícola, ritual, constructivo) tejían obligaciones recíprocas que no podías eludir (y en comunidades en Oaxaca, Chiapas y Guerrero, instituciones como el tequio siguen esta línea ancestral).
Durante la Colonia en Nueva España, la vecindad se organizó por estratos: españoles en el centro, barrios indígenas en las periferias, cada uno con sus propias redes de cofradías, cabildos y patronazgos. Era un sistema impuesto pero también negociado, donde las comunidades indígenas preservaron prácticas de ayuda mutua que el orden colonial no logró destruir del todo.
En todas estas configuraciones, la vecindad era permanencia forzada transformada en reciprocidad necesaria. No elegías a tus vecinos, pero tu vida dependía de ellos.
La Modernidad Líquida.
La modernidad industrial comenzó a disolver esta permanencia. Las migraciones masivas del campo a la ciudad, el trabajo asalariado con jornadas extenuantes, el sistema de arrendamientos que reemplazó a la propiedad familiar todo conspiraba contra el tiempo y la estabilidad que la vecindad requiere.
El sociólogo polaco Zygmunt Bauman lo llamó "modernidad líquida": un mundo donde todo se vuelve transitorio, maleable, escurridizo. El individuo moderno, forzado a una individualización radical, se refugia en sí mismo buscando la seguridad que los vínculos tradicionales (incluida la vecindad) ya no pueden ofrecer.
No es sorpresa para nadie ni hace falta estadísticas, preguntémonos; de nuestra calle, ¿qué porcentaje de nuestros vecinos convive diariamente con nosotros?
Richard Sennett, el gran sociólogo urbano estadounidense, ha documentado con precisión quirúrgica esta transformación. En su obra "Construir y habitar: ética para la ciudad", Sennett argumenta algo paradójico: las comunidades cerradas, lejos de ser ideales, pueden ser "abominables" cuando se construyen buscando enemigos comunes. La vecindad tradicional tenía este peligro: podía convertirse en fortaleza excluyente (véase colonias como Gaviotas en Tabasco, Morelos en CDMX, Independencia en Monterrey). Pero la alternativa (el anonimato urbano total) tampoco es solución. Sennett propone un equilibrio difícil: ciudades que incorporen diversidad y cierto desorden creativo, donde los ciudadanos puedan enfrentar abiertamente la diferencia sin refugiarse en la homogeneidad. Una identidad compartida que a su vez permita pluralismo cultural y social, con respeto y limitaciones éticas que den suelo fertil a una sana convivencia.
Solos juntos.
El capitalismo flexible completó el proceso. Los trabajadores modernos, atrapados en empleos inestables y mudanzas frecuentes, pierden la capacidad de construir narrativas coherentes de sus propias vidas. Sin historia común, sin continuidad, la vecindad se vuelve imposible. ¿Cómo confiar en quien estará aquí solo seis meses? ¿Para qué invertir en relaciones cuando el siguiente contrato de renta te llevará al otro extremo de la ciudad?
Putnam lo demostró empíricamente: el capital social determina la capacidad de cooperación para resolver dilemas de acción colectiva. Sin redes de confianza y normas de reciprocidad, incluso objetivos compartidos se vuelven inalcanzables. Cada uno optimiza su beneficio individual, y todos terminan peor.
La tecnología prometió reconectarnos, pero las redes sociales digitales nos encierran en cámaras de eco donde escuchamos solo nuestras propias voces, sin el roce real con la diferencia que exige la vecindad física. Bauman lo dijo con claridad brutal: en la modernidad líquida, las relaciones se vuelven "conexiones" que podemos eliminar con un clic. El capital afectivo se mide en número de seguidores, no en la profundidad del vínculo. Podemos tener mil "seguidores" en Instagram y no conocer el nombre de quien vive en la casa de al lado. (Continuará: Lo que se pierde cuando el vecino desaparece)
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