OPINIÓN

Algoritarismo
27/06/2025

Esclavitud con otro nombre


Antes castigos corporales, hoy métricas de rendimiento, tarjetas de nómina, deuda impagable y vigilancia digital. La esclavitud en México no terminó con la independencia ni con la Revolución: simplemente cambió de forma. Lo que antes eran cadenas visibles, hoy son estructuras invisibles pero igual de asfixiantes, sostenidas por una economía global que premia la acumulación de capital y castiga la vida digna.

Tras la Independencia, la libertad fue más narrativa que realidad. La Ley Lerdo, promovida por los liberales para modernizar el país (con Juárez), terminó despojando a comunidades indígenas de sus tierras, entregándoselas a nuevos terratenientes y antiguos criollos con aspiraciones capitalistas. El Porfiriato llevó esta lógica al extremo: consolidó un sistema de haciendas, peonaje por deuda y represión laboral que garantizaba la acumulación de riqueza para unos cuantos, mientras millones trabajaban hasta el agotamiento por comida y promesas vacías.

Llega la revolución con nuevos discursos y actores, pero la estructura de fondo (concentración de tierra, poder económico familiar y alianzas con capital extranjero) siguió intacta. De hecho, muchas de las familias que dominan la economía actual tienen raíces profundas en esos siglos de privilegio. Apellidos como Baillères, Garza, Creel o Legorreta no solo están en los libros de historia económica: están también al frente de los consejos de administración, influyendo en las políticas públicas, medios de comunicación y decisiones nacionales. No son nuevos ricos: son los mismos de siempre, adaptados al lenguaje del presente.

Lo que sí ha cambiado radicalmente es la forma en que se organiza el trabajo y la vida cotidiana. La tecnología, en lugar de liberarnos, ha sido cooptada para maximizar la productividad sin redistribuir sus beneficios. Plataformas como Uber  prometen autonomía, pero esconden esquemas de trabajo sin derechos, vigilancia algorítmica y explotación extrema. Los datos personales se han convertido en oro, pero solo unos pocos pueden extraer su valor.

La mayoría trabaja más que nunca, por menos. Las jornadas de 48 horas no escandalizan; se consideran "normales". El salario mínimo sigue sin alcanzar para cubrir necesidades básicas. Y el tiempo (que es poco) es devorado por el mercado: tiempo para reflexionar, para convivir, para crear comunidad, para descansar... se ha vuelto un lujo.

Los jóvenes viven esta realidad de forma especialmente cruda. Mientras sus padres pudieron aspirar a comprar una casa, tener estabilidad laboral o crecer profesionalmente, las nuevas generaciones enfrentan precariedad, empleos mal pagados, deudas y ansiedad crónica. Se les dice que el mérito lo es todo, pero las cartas ya están marcadas desde antes de nacer: quien nace rico, se queda rico; quien nace pobre, difícilmente escapa.

Y todo esto se sostiene en una maquinaria que además altera la percepción de la realidad: las fake news, los algoritmos, los discursos de superación personal, las apps de productividad. Todo está diseñado para evitar que miremos hacia arriba, hacia los responsables. Las redes sociales permiten desahogos, pero también distraen de las causas estructurales. La crítica profunda es penalizada. El pensamiento libre es vigilado, minimizado, o incluso criminalizado.

Nos dicen que estamos mejor, que vivimos en la era de la información, del emprendimiento, de las oportunidades infinitas. Pero ¿de qué sirve toda esa promesa si sólo beneficia a una élite que no ha soltado el poder en siglos? ¿Qué libertad existe cuando millones no pueden dejar un empleo miserable porque no hay otra opción? ¿Cómo hablar de democracia si los recursos, los medios, los algoritmos y la tierra están controlados por los mismos de siempre?

La esclavitud moderna no necesita látigos porque tiene métricas. No requiere barrotes porque tiene deudas. No demanda castigos porque genera miedo: al desempleo, al fracaso, al olvido. Pero sigue siendo esclavitud. Más elegante, más silenciosa, más internalizada... pero igual de brutal.

Conoce tu historia.

La historia no es una línea de progreso ascendente, es una espiral de repeticiones camufladas. Y si no reconocemos que las estructuras de explotación del pasado siguen vivas bajo nombres nuevos, jamás podremos construir un futuro distinto. La verdadera libertad no consiste en cambiar de uniforme ni en subir de puesto en una escalera que lleva a nada. Consiste en desmontar los cimientos de una economía basada en el sacrificio de muchos para el beneficio de pocos.

Nos enfrentamos a una decisión histórica: o seguimos perfeccionando esta nueva esclavitud con la ayuda de la tecnología, o la usamos para imaginar otro mundo. Uno donde el trabajo no sea una condena, donde la riqueza se distribuya con justicia, donde la educación libere y no adoctrine, y donde el pasado sirva no para justificar la continuidad, sino para liberarnos del sistema.

No basta con tener una nómina en vez de un amo. Si las condiciones materiales no cambian, el nombre de las cadenas es lo de menos.





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