Navidad de yeso y luces viejas
19/12/2025
figuras de yeso
Había un momento del año en que diciembre tenía un olor inconfundible. Nuestras manos de niños —torpes, ansiosas— ayudaban a levantar montañas de papel periódico arrugado, colinas que luego cubríamos con pintura y musgo recién cortado, todavía impregnado del aroma oscuro de la tierra. Entre risas y enredos, tratábamos de deshacer los nudos de las luces que habían pasado once meses dormidas en algún rincón.
Las figuras de yeso emergían entonces de su caja como pequeñas reliquias domésticas. José y María, los pastores con sus borregos de lana deshilachada, los Reyes Magos que no aparecerían sino hasta enero: todos mostraban su pintura desconchada, herida por los años.
También regresaba el pegamento, cómplice anual encargado de reinstalar la oreja rota de un burro o el ala de un ángel caído en algún diciembre remoto. Eran figuras imperfectas, y precisamente por eso eran nuestras.
Afuera, la calle se transformaba. No con la neutralidad aséptica de las luces LED que hoy parpadean al unísono, obedientes a un temporizador, sino con el caos luminoso de los focos de colores que los vecinos colgaban de poste a poste, improvisando un sendero mágico que nos maravillaba recorrer.
Luego llegaban las posadas. Durante nueve noches, cada calle de mi pueblo se convertía en un mismo hogar. Las familias se turnaban para ofrecer lo que podían. Grupos de niños desfilaban con la procesión de la rama, cantando coplas que los vecinos celebraban con monedas o dulces para animar sus fiestas. Después del 24, esos mismos niños recorrían las casas vestidos de pastorcillos para entonar villancicos frente a los nacimientos.
Lo que más me punza recordar ahora es la espera. Esa ansiedad deliciosa de los días previos a la Nochebuena, cuando la ropa nueva —un pantalón, una camisa, unos zapatos que aún olían a tienda— aguardaba en el clóset como una promesa. Contener el impulso tenía un sentido: había fechas que pedían su propio ritual. Y aunque entonces no sabíamos nombrarlo, la espera nos enseñaba una forma de paciencia, una suerte de reverencia y el callado valor de lo postergado.
Hoy, muchas cosas son distintas. Miles de niños atraviesan diciembre con la mirada fija en pantallas que emiten una luz azulada. Ahí encuentran su navidad: en videos donde otros niños gritan al recibir juguetes que no necesitan; en aplicaciones que prometen que Santa los vigila por GPS.
Los nacimientos se han vuelto figuras de resina impecablemente pintadas, y los rituales que nos alimentaban se desvanecen. No es raro ver un pesebre habitado por un coche de carreras, una muñeca de moda, los superhéroes de turno o incluso un Spider-Man impulsado por resorte que atraviesa la sala y aterriza sobre la cuna del Niño Dios, derribando a San José en el proceso.
Puede provocar risa, sí, pero también algo se quiebra, como la oreja de yeso del burro de mi infancia.
Los niños ya no son pastorcillos: son consumidores en entrenamiento, bombardeados por comerciales que han convertido la Navidad en un catálogo de deseos prefabricados. Diciembre huele ahora a plástico nuevo, a servicios de paquetería y a la impaciencia de lo inmediato.
Y yo, mientras tanto, vivo por dentro una pequeña insurrección contra el olvido. Porque alguien tiene que recordar que hubo un tiempo en que diciembre sabía a espera, a musgo fresco y a voces, muchas. muchísimas voces desafinadas cantando en la calle.
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