Elogio de los propósitos incumplidos
26/12/2025
Antes de que febrero complete su breve travesía, esos propósitos suelen iniciar una lenta desintegración
¿Has pensado ya en tus propósitos para 2026? ¿Trazaste una ruta para hacerlos realidad? Estas dos preguntas forman parte de un ritual que se repite en la antesala de cada año nuevo. Hay algo llamativo en esa insistencia con la que nos decimos, una y otra vez, que ahora sí todo será distinto.
Sin embargo, antes de que febrero complete su breve travesía, esos propósitos suelen iniciar una lenta desintegración, como burbujas de jabón que se disuelven al contacto con el aire de lo cotidiano. ¿Por qué la distancia entre lo que aspiramos a ser y lo que somos parece ampliarse con el paso del tiempo?
La pregunta no es nueva. Franz Kafka, ese maestro de la postergación elevada a forma literaria, pasó años anunciando manuscritos que nunca concluiría, novelas destinadas a quedar truncas justo en el punto de su mayor intensidad. "El proceso" y "El castillo" son, en ese sentido, monumentos a lo incompleto, catedrales sin techo que se alzan hacia un cielo inalcanzable. Al morir, Kafka dejó instrucciones precisas para que toda su obra fuera destruida. Su editor Max Brod, por fortuna, desobedeció.
Quizá ahí radica la primera pista: nuestros propósitos más inspiradores son aquellos que nos permiten mantener abierta la posibilidad de convertirnos en alguien distinto, en esa versión mejorada de nosotros mismos que habita el futuro como una promesa perpetua.
La postergación de un sueño o su cumplimiento parcial no responde siempre a la pereza ni a la falta de voluntad. Puede leerse, más bien, como una forma de resistencia existencial. Al aplazar nuestras metas, lo que en el fondo preservamos es la identidad en un estado de potencialidad pura.
Hay algo profundamente humano en este ciclo de propósitos y abandonos. Virginia Woolf, en sus diarios, registraba con obsesiva regularidad sus intenciones de escribir, sus planes de lectura y sus promesas de disciplina. Pero consignaba también, con igual honestidad, sus fracasos, sus distracciones y sus días perdidos en la neblina de la depresión o la simple fatiga de existir.
Lo que Woolf entendía —quizá de manera intuitiva— es que el sentido de la existencia no reside en la meta cumplida, sino en el acto mismo de proponerse algo, en esa insistencia obstinada por imaginar una vida mejor, incluso cuando sabemos que difícilmente la alcanzaremos en su forma ideal. Visto así, el valor de los propósitos, como el de toda buena ficción, no está en su correspondencia exacta con la realidad, sino en su capacidad para dotarla de significado.
El peligro aparece cuando confundimos la narrativa con la vida misma. Cuando acumulamos sueños incumplidos hasta que se convierten en una pila de reproches. Ello ocurre porque hemos heredado del capitalismo tardío una concepción instrumentalista de la existencia: vivir es optimizar, mejorar, producir una versión superior de uno mismo, como si fuéramos un software en constante actualización.
¿Qué finalidad pueden tener, entonces, los propósitos para darle sentido a la existencia? Quizá convenga replantear la pregunta. No se trata de que ellos otorguen significado a la vida desde afuera. El sentido emerge del movimiento mismo de proponerse algo, del gesto de lanzar una red hacia el futuro e intentar capturar en ella alguna versión mejorada de nosotros mismos. Incluso cuando esa red regresa vacía, el solo hecho de haberla lanzado ya nos ha cambiado.
Albert Camus escribió que debemos imaginar a Sísifo feliz, empujando eternamente su roca montaña arriba solo para verla rodar de vuelta. La imagen es perfecta para nuestros propósitos anuales: cada enero empujamos la roca de nuevo, sabiendo en algún rincón de la conciencia que tal vez rodará de vuelta antes del verano. Pero la felicidad de Sísifo no está en alcanzar la cima y quedarse allí; está en el empuje mismo, en la rebeldía de persistir a pesar de la futilidad aparente.
Lo inspirador, entonces, no son los propósitos como tales, sino nuestra capacidad inagotable de seguir formulándolos. En ello hay una forma de esperanza, pero también de dignidad, porque mientras continuemos haciéndonos promesas e imaginando futuros posibles, estaremos afirmando algo esencial: que nuestra vida no está cerrada, que todavía existe espacio para el cambio.
Así, cuando el reloj marque la medianoche y alcemos la copa para brindar por los nuevos propósitos, convendría tener presente que probablemente fallaremos, lo que no está mal. Tal vez el verdadero propósito de los propósitos sea recordarnos, una vez al año, que seguimos siendo capaces de soñar con ser distintos. Eso, en un mundo que amenaza con petrificarnos, equivale a decir: todavía no he terminado de convertirme en quien soy.
Candilejas:
No soñamos para llegar, sino para mantenernos en movimiento, aunque jamás arribemos a puerto alguno. Ese movimiento es la única forma de resistencia contra la parálisis de sabernos completos.
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